Día de la Madre. La violencia obstétrica: mi –mala- experiencia

Al ver el predictor positivo sentí unas terribles ganas de vomitar. Y no por las náuseas habituales del embarazo. Una jugosa mezcla de pánico, incredulidad, ansiedad y estupefacción invadió mi cuerpo y me revolvió el estómago como hacía años que no lo conseguía una de esas resacas caracterizadas por el clásico “no vuelvo a beber en mi vida”. La historia de mi intrusión en el mundo de la maternidad no empezó, desde luego, desde el deseo y propósito de convertirme en madre. Pero los anticonceptivos a veces fallan, y te ves empujada a un abismo que impresiona a cualquiera que ose asomarse, más aún si no estás decidida, preparada y ni siquiera te lo esperas.

Me he decidido a compartir esta historia con motivo del Día de la Madre, y qué mejor homenaje que contar cómo fue el día en que adquirí este inigualable título. Hay muchos posts acerca de la maternidad, mujeres contando su experiencia en el embarazo, el parto y el periodo posterior, y ésta sólo es una historia más; la mía. Quiero hablaros sobre violencia obstétrica, ese horrible pareado que había escuchado alguna vez, pero apenas había despertado mi interés.

Hay muchísima documentación sobre este tema en libros, revistas e Internet. No haré alusión a ninguno ni me haré eco de números, estadísticas, leyes, protocolos y demás datos que inundan artículos de obstetricia y blogs de mamás que, como yo, sufrieron más de lo que deberían para alumbrar a sus retoños. Simplemente contaré mi caso tal y como fue, tal como lo recuerdo y, puedo apostar, recordaré por muchos años.

Al acercarse la fecha clave, a lo largo del último mes, el parto es algo que inevitablemente te preocupa. Te enfrentas a un momento crítico. ¿Será tan doloroso como dicen? ¿Irá todo bien? ¿Sabré cuándo estoy teniendo contracciones de parto? Esta última pregunta, a posteriori, resulta completamente ridícula. Pero os aseguro que casi todas nos la hacemos, pensando que podremos ponernos de parto sin enterarnos, ¡ilusas! Tratando de reunir información sobre el parto y experiencias de otras mujeres, di con algún artículo que hacía alusión a la violencia obstétrica. Afortunadamente, cada vez se denuncian más las prácticas agresivas y deshumanizadas practicadas por algunos (demasiados) profesionales de la obstetricia. Gracias a esto, di con muchísimos testimonios en los que las pobres mamás describían los calvarios que habían sufrido al dar a luz a sus bebés. Al leerlos yo siempre pensaba “soy joven, estoy sana y todo el embarazo ha ido fenomenal. Seguro que a mí no me pasa nada de esto, serán casos aislados”. Lo cierto es que era realmente optimista cuando pensaba en cómo sería mi gran momento. Tenía todo a favor y me sentía positiva y confiada. Nada más lejos de la realidad…

Se entiende por violencia obstétrica la mala praxis, exceso de intervencionalismo y desnaturalización en la atención al parto. Así como el “patologizar” este proceso que debería de ser más natural que el respirar. Pero no es sólo esto, la violencia obstétrica también abarca la deshumanización en el trato del personal a la parturienta y/o su bebé. Y en este ámbito es donde más sufrí el dolor de la también llamada “herida invisible del parto”.

Mi niño decidió adelantarse tres días. Qué suerte. Tenía muchas ganas de “quitármelo de encima”. Así, con todo lo mal que suena. La barriga no me inspiraba amor y ternura. Me pesaba, me agobiaba y me limitaba en muchos aspectos. Quería volver a ser solo yo.

Empieza mi odisea 

Como decía, tres días antes del día D, rompí aguas a borbotones al ponerme en pie. Escena digna de cualquiera de esas películas en las que dar a luz es un paseo entre nubes de algodón de azúcar, con un par de empujones y una sonrisa de oreja a oreja. Aún no sentía ningún dolor pero, como había roto aguas, no hacía falta ser una entendida en ginecología para sospechar que me acababa de poner de parto. Me doy una ducha (era más que necesario), me como lo primero que pillo en la despensa (pues ya me he informado de que el primer parto suele llevar varias horas y no te dejan comer nada en el hospital), cojo la bolsa con las cosas necesarias para el ingreso y vamos para el hospital. Llegamos a urgencias. Todo marcha según el protocolo, me miran, me tocan, apuntan los datos pertinentes y me mandan a la sala de espera. Ahí empiezo a ponerme nerviosa, las contracciones empiezan a hacerse bastante fuertes y sólo de pensar que eso era sólo el comienzo e iban a ir in crescendo, mi mente empieza a entrar en pánico y el dolor empieza a dominarla. En cuestión de minutos me duele muchísimo más que antes y empiezo a pensar que no voy a soportarlo. He dilatado muy poquito, apenas dos centímetros, así que la epidural (en todo momento tuve claro que quería beneficiarme de esta gran aliada) tendrá que esperar, pues por no sé qué razones médicas no te la ponen hasta estar de al menos cuatro centímetros. Además están los paritorios llenos y tenemos que hacer tiempo allí, en urgencias. Mi novio me agarra la mano sin saber muy bien qué más hacer cada vez que le digo “me viene otra” con cara de ternerilla camino del matadero. No sé cuánto tiempo pasa cuando le digo a mi novio que ya son bastante seguidas y no puedo aguantar el dolor. En esos momentos me acuerdo de las que describen las contracciones como “dolores de regla un poco más fuertes”. ¡Que les corten la cabeza, por embusteras! Pido la epidural a gritos con lágrimas en los ojos, agarrada a todo lo que topo en mi camino vagando por el pasillo de urgencias, como si me hubiera poseído el mismísimo demonio. Tras un rato más en esta infernal espera, un amigo mío que es médico allí y estaba de guardia, mueve hilos para que, a pesar de no estar lo suficientemente dilatada aún, me suban a una sala de dilatación (que por fin ha quedado libre) y me den ya la bendita epidural.

Al ser primeriza no sabes cómo va la cosa, crees que todo es por tu bien y el de tu bebé y te prestarías a cualquier cosa que te propusiese cualquier persona que pasara por allí con bata blanca

Desde que entro en la sala de dilatación (donde nos tienen a la espera de que dilatemos completamente y pasemos a un paritorio), no soy capaz de recordar todo el personal sanitario que pasa por allí, pero son varios. Matronas, enfermeras, ginecólogas. Les distingo por las batas pero no me queda claro quién es la que “lleva” mi parto. Sólo hay una matrona que me acompaña casi todo el tiempo, amiga del amigo mío médico, que es un sol de chica y se muestra cariñosa y comprensiva conmigo en todo momento. Esta matrona me ofrece una de esas pelotas gigantes de gimnasio por si quiero sentarme encima y realizar movimientos circulares con las caderas, que por lo visto alivia un poco este ejercicio. No me veo capaz de levantarme del suelo, donde me encuentro a cuatro patas, sin pudor ninguno, pues por alguna razón es lo que me pide mi cuerpo para sobrellevar mínimamente el intensísimo dolor que siento en la tripa y los riñones con cada contracción. Ahí, en el suelo cual animal asilvestrado, sólo alcanzo a abrazarme a la pelota. En esta postura, gritando, gimiendo, llorando y apretando los dientes hasta el punto de pensar que rompería alguna muela, permanezco durante al menos media hora. En ese tiempo, varios profesionales entran a hacerme preguntas que no puedo ni contestar. Me dan un papel a firmar en el que espero no haber firmado que les vendo a mi hijo o algo parecido. No oigo, no escucho, no atiendo, sólo sufro un indescriptible dolor, sudo y ruego que alguien haga algo para parar ese infierno. Mi novio, a mi lado, me acaricia la espalda a modo de consuelo. No sabe qué hacer y es que no hay nada que él pueda hacer salvo estar allí, expectante.

Por fin llega el anestesista y, rodeado de unas tres o cuatro mujeres más con batas blancas, recibo mi tan ansiado regalo. Respeto y admiro a las que dicen disfrutar del parto de manera natural, con todos sus dolores. Nublada y desesperada por el dolor, yo sólo soy capaz de “disfrutarlo” cuando dejo de “sufrirlo”.

Cuando por fin desaparecen los dolores y paso de ser “la que grita del box 4” a una mujer agotada pero feliz enchufada a la anestesia, mi amigo se va para seguir trabajando y me desea mucha suerte.

Aquí puedo decir que empieza la juerga. El camarote de los hermanos Marx se queda pequeño al lado de mi pequeña habitación con una cama, una silla, un gotero y un monitor al que me mantienen enchufada continuamente para controlar los latidos del bebé.

Primero vienen dos mujeres, una es la ginecóloga que atenderá mi parto. Me dicen que me tumbe y abra las piernas que tienen que explorarme. Esto es muy desagradable. Esta maniobra se llama “tacto” y tiene gracia, porque le ponen de todo menos tacto, precisamente. Hace daño. No tanto como las contracciones, vale, pero creo que no es necesario causar más dolor. Perdonad que sea un poco más explícita pero es la única manera de que entendáis, quienes no lo hayáis padecido, lo que se siente. Meten dos dedos (creo, quizá sean más), bien profundo y abren bien la vagina para poder ver en su interior. Después tocan el cuello del útero y hacen círculos con los dedos para, a través del tacto (¡sin tacto!) calcular qué apertura tiene, es decir, de cuántos centímetros más o menos estás dilatada. Esta operación duele y es muy molestia y te deja algo resentida después. Pues bien, la que lleva el mando realiza el tacto, le comenta a la otra, le hace asomarse a ver si ve algo y le invita a realizarlo ella. La “aprendiz” realiza la misma operación, vuelve a hacerte daño y a molestarte de nuevo. ¿Realmente es esto necesario? Bueno pues, a lo largo de las aproximadamente siete horas más que estuve en esa habitación, me realizaron varios tactos. Y varios significa más de cinco. No recuerdo exactamente cuántos, esto ya es indicativo de que fueron demasiados. Estaba agotada, asustada, nerviosa, hambrienta, preocupada… y no paraban de adentrarse en mis entrañas para explorar mi ya aturdido útero.

Al ser primeriza no sabes cómo va la cosa. No sabes si eso es normal o no y ni te planteas pedirles que no lo hagan, pues piensas que ellas son las profesionales y saben muy bien qué deben hacer. Crees que todo es por tu bien y el de tu bebé y te prestarías a cualquier cosa que te propusiese cualquier persona que pasara por allí con bata blanca, pues confías en su buen hacer, te entregas a su profesionalidad y sabiduría y además te sientes indefensa y sumisa cual cachorrito inocente entre perros adultos.

Nacimiento

A las seis de la mañana, sigue faltándome un centímetro para completar la dilatación y el niño sigue situado muy arriba. Como llevo muchas horas con la bolsa rota y hay riesgos de sufrimiento fetal por la falta de líquido, deciden hacerme la prueba del PH. Esta prueba consiste en meter una jeringuilla gigante por el cuello del útero y pinchar la cabeza de la pobre criatura para extraerle sangre y analizar así si está sufriendo. Yo no noto nada pero me resulta muy invasivo y me planteo si el pobre crío querrá salir después de semejante bienvenida. Los resultados son negativos, el niño está bien. Dos horas después se acaba el turno de mi adorada matrona, la única que me pregunta cómo me siento, me acompaña, habla con mi novio, nos arropa y tranquiliza.

Poco después vuelve la ginecóloga que me realizaba los tactos y pruebas y me hace el último tacto (ya me conoce de memoria por dentro). Me dice que vamos a intentar bajar al bebé empujando y que, si no sale, me harán una cesárea. Ya no sé si es porque se acaba su turno y le han entrado las prisas o si el bebé al que pinchó la cabeza para comprobar que no sufría, ahora sufre. Me derrumbo psicológicamente. ¿Cesárea? ¿Por qué? Por lo visto han pasado muchas horas y el niño corre peligro. De repente todo se precipita y me llevan al paritorio. A mi novio le ponen bata y mascarilla pero le dicen que no puede entrar, ya que, en principio, van a intentar sacar al bebé con ventosa y en los partos instrumentales no puede entrar el acompañante. Genial, ahora encima tengo que parir sola con tres mujeres que sólo conozco de la cantidad de veces que han introducido sus manos en el escondite de mi pequeño. Me tranquilizan diciéndome que cuando el niño asome la cabeza, le llamarán para que entre y le vea nacer.

Una vez en el paritorio, me pasan a la cama “potro”. Pies en los estribos, rodillas separadas, manos a los lados de la camilla y a empujar. La amenaza de cesárea motiva a mi agotado cuerpo para que empuje como si no hubiera un mañana. No llevaba toda la noche esperando y sufriendo para acabar en un quirófano. En el primer empujón, una de las mujeres se pone a mi lado. Tonta de mí, creo que es para darme la mano o animarme. Esta mujer se sube con sus brazos sobre la parte alta de mi vientre para empujar al feto hacia abajo. Me hace muchísimo daño, no me permite empujar bien y además he leído -¡bendito Google!- que esta práctica se llama la maniobra de Kristeller y está prohibida en muchísimos países. En las visitas durante el embarazo, la matrona que me llevaba en el centro de salud me advirtió sobre esta maniobra y me dijo que me negara a que me la hicieran. Inmediatamente le pido que se baje, que me hace daño y que no quiero que estruje a mi bebé de esa manera. La mujer se aleja de mí.

Sigo empujando cuando me dicen que lo haga con todas las fuerzas que aún me quedan. El niño sale enseguida y veo una criaturita azulada con mucho pelo negro. Se lo llevan a una mesa que hay al fondo de la habitación. Para cuando entra mi novio el niño ya está en manos de las auxiliares. Se ha perdido el nacimiento de su hijo. Yo tampoco le he visto la cara. Les pregunto si le pasa algo y me dicen que no llora porque está un poco ahogado pero que enseguida se le pasa. Empiezo a preocuparme por mi hijo, al que aún no tengo el placer de conocer. La ginecóloga está cosiéndome mientras las otras dos mujeres se encargan del bebé, y se lo llevan fuera de la sala con prisas. Le pregunto a la doctora si pasa algo y me dice que no me preocupe. Al poco entra una de las mujeres a decirme que el niño ha nacido con bastante sufrimiento fetal y que le están estabilizando las constantes. El pequeño va a quedar en una incubadora y no voy a poder verle. Me pongo muy triste pero estoy demasiado cansada, hambrienta y aturdida.

Una de las mujeres se pone a mi lado y. tonta de mí, creo que es para darme la mano o animarme. Se sube con sus brazos sobre la parte alta de mi vientre para empujar al feto hacia abajo, una práctica prohibida en muchísimos países. 

A los cinco minutos le dicen a mi novio que les acompañe a ver al bebé en la sala de incubadoras. Yo sigo en el potro recibiendo puntos. Cuando terminan de coserme la barbaridad de puntos que después supe que había necesitado, pues me habían hecho una episiotomía como para sacar a tres bebés a la vez por ahí abajo, me vuelven a la sala de dilatación a esperar noticias. Mi novio me cuenta cómo es el niño. Morenito, mucho pelo de punta y ojos muy despiertos. ¿Pero está bien? No lo sé, no me han dicho nada, sólo le he visto un momento.

Casi dos horas después aparece una mujer con un bebé morenito envuelto en una mantita. Por fin conozco a mi hijo. Me lo da y siento paz, tranquilidad y alivio. Me dicen que ya está bien y que puedo darle de mamar si quiero. Tras un rato de intimidad entre los tres y unos whatsapps a la familia con fotos del nuevo miembro, vuelve otra mujer a llevarse al niño. Me dice que los pediatras le van a hacer las pruebas protocolarias que hacen a los recién nacidos y que en un ratito me lo devuelven. Apenas lo he disfrutado, pero se lo doy sin decir nada, pues entiendo que tiene que ser así. Mi novio decide aprovechar para ir hasta casa a sacar a los perros que llevan toda la noche solos, y ya que todo por fin está bien y yo estoy deseando echar una cabezada, nos parece buen momento.

Estoy sola, agotada y empiezo a notar dolores por toda la zona de salida del feto y los puntos, pero el cansancio hace que en cuestión de segundos cierre los ojos y me deje ir. Entonces, no sé cuánto tiempo después, vienen dos pediatras y me despiertan. Me preguntan si estoy sola y les digo que mi novio volverá enseguida y que mi familia vive fuera y tardarán de llegar. Ante tal respuesta, deciden que es buen momento para decirme que mi bebé no está bien. No entiendo nada, estoy sola, adormecida y confundida. Acababa de tenerle entre mis brazos y parecía estar perfectamente. Me dicen que no es grave pero que no responde correctamente, que no llora y está como aletargado. Normal, estará agotado, pienso yo, nacer no es precisamente un paseo para el bebé tampoco, y éste ha tenido sufrimiento fetal. Pero por lo visto no lo consideraban normal. También me dicen que no sujeta la cabeza. ¿Algún recién nacido lo hace? Tenía entendido que no. Me comentan que van a darle un biberón para ver si tiene fuerza para succionar y que me irán informando. Que ha de pasar un tiempo para valorar si es algo madurativo o neurológico y que aún no pueden saber qué le ocurre exactamente. Y se van.

No sé si romper a llorar o seguir durmiendo para ver si todo es un mal sueño. Ahí estoy yo, una chica de 27 años con su novio ausente, su madre a 200 kilómetros y nadie, absolutamente nadie que me diga “tranquila, todo va a salir bien”. Entre la soledad, el baile de hormonas, el nefasto estado físico y psicológico en el que me encuentro y lo alarmante de la noticia que acabo de recibir lo normal sería sufrir una crisis de ansiedad inenarrable. Sin embargo, y para mi propia sorpresa, me mantengo fuerte, expectante y racional. Hasta que no haya nada confirmado, con nombre y apellidos, con soluciones y opciones sobre la mesa y que me sea bien explicado, no voy a entrar en pánico ni adelantar acontecimientos.

Estancia en planta 

Ya en planta y con el bebé con nosotros, empezamos a recibir innumerables visitas que, la verdad, con la mejor intención pero perturbaban la tranquilidad que tanto necesitaba para comenzar a recuperarme. Los dos días que permanecemos en el hospital, las auxiliares de planta entran y salen a llevarse al niño para bañarlo, darle un biberón, mirarle cosas… Una de las veces, al intentar darle el pecho, mi hijo vomitó. Pensé que quizá yo insistía demasiado y ya estaba saciado. No lo sabía porque nadie me asesoró sobre la lactancia, al contrario, me llevé una bronca nada más subir a planta por una auxiliar que me decía que hasta dentro de tres días yo no tendría leche y que ese niño tenía que tomar biberones. La madre no podía opinar, por lo visto. Yo ni quise ni pude contestar. La primera noche yo me encontraba muy mal y mi novio, que jamás había cogido un bebé ni sabía cómo funcionaba aquel muñeco, tenía entre manos uno que no paraba de llorar y vomitar. Las auxiliares entraban para echarle la bronca por no saber callar al niño, pues no eran horas de escándalos. Mi novio, desbordado, novato y tímido, no se atrevía a contestarlas. Las pocas veces que las llamamos para pedirles algo venían con cara de mala leche y nos atendían con malos modos. Supongo que perturbábamos su placentero turno de noche, en el que descansaban y veían la tele apoltronadas en un sofá. Al día siguiente supimos que el niño, que ya era muy tragón, estaba empachado y de ahí los cólicos, vómitos y llantos. Estas auxiliares le habían estado dando biberones sin decírnoslo y entre eso y el pecho habíamos saturado de leche al pobre crío.

Además de esta horrible costumbre de llevarse al niño y hacer con él lo que les apetecía, su trato conmigo era condescendiente y altivo. Si me quejaba de dolores, siempre recibía miradas de desprecio y contestaciones del tipo “Es que no aguantáis nada”, “Por eso hemos pasado todas y nos quejábamos menos” y mi favorita “Eres joven, deberías aguantar más y recuperarte mejor”. Era demasiado joven para quejarme. Demasiado quejica para tomarme en consideración. Y demasiado primeriza para atreverme a mandarlas bien lejos de mí. La falta de tacto, comprensión e intimidad que vivimos en esos dos largos y estresantes días hicieron del comienzo de mi maternidad un calvario que sólo quería dejar atrás. Estaba muy cansada, tanto que me costaba respirar y llegar al baño, a escasos cinco metros de mi cama, se convertía en una maratón. La médico que me veía por las mañanas me prescribió más calmantes de los estipulados y las auxiliares venían a dispensármelos a regañadientes, con la ya cansina retahíla de “con lo joven que eres deberías aguantar mejor”. El último día un maravilloso pediatra revisó a mi bebé y me dijo que padecía una ligera hipotonía cervical y troncal, provocada por la manera de sacarlo con la ventosa al nacer, pero que no era preocupante y que se recuperaría completamente con el tiempo. Me aseguró que me iba a casa con un bebé completamente sano y hermoso, al que revisaría él mismo cada tres meses. Aquel hombre del que recuerdo perfectamente su cara, nombre y apellido, me dio más compresión, apoyo y sosiego en diez minutos del que había recibido en los tres días con sus tres noches que pasé en ese hospital.

Postparto

Tras unos días en casa, yo seguía muy cansada, dolorida por los puntos y más pálida que Andrés Iniesta en Diciembre. Por suerte mi buen amigo y vecino, que es médico, vino a verme y me dijo que lo que tenía era una anemia de campeonato. Me preguntó que en cuánto tenía la hemoglobina cuando me dieron el alta. No lo sabía, no me habían hecho ningún análisis. Me preguntó que qué hierro estaba tomando. Ninguno, nadie me lo había mandado. Me preguntó si me había quejado de cansancio estando en el hospital. Dejé de hacerlo porque “era joven y tenía que aguantar”. A nadie se le ocurrió pensar que a una chica joven más pálida que las sábanas que la tapaban, que había tenido un parto con una gran episiotomía en el que había perdido mucha sangre y se encontraba más cansada de lo normal, podía ocurrirle algo anómalo. Nadie reparó en mí. Nadie me miró nada. Nadie quiso escuchar mis quejas. Al llegar a urgencias en el análisis de sangre salió que tenía el nivel de hemoglobina tan bajo que tenían que hacerme una trasfusión por protocolo. Me dijo la chica que me atendió, entre risas, que cómo había podido salir caminando del hospital y, también entre risas, le contesté que “era joven y con muchas ganas de huir de aquel infierno”.

Contra todo pronóstico y porque yo soy así de osada e incoherente, pocos meses después tuve ganas de tener otro hijo, pues si algo tenía claro es que no quería uno solo, siempre había querido dos y que se llevaran poco tiempo. Como el primero se adelantó a mis planes, ya no me importaba que pronto llegara el segundo, pues el cambio vital de ser hija a ser madre ya lo había dado y me sentía preparada para tener otro más. A pesar de la mala experiencia. A pesar de salir de aquel hospital jurando que no repetiría. A pesar de haber pasado meses de ansiedad y pesadillas. Ocho meses después de haber sido víctima de aquella violencia obstétrica, volví a quedarme en estado y este segundo embarazo lo pasé temblando por las noches de pensar en el momento en que me tocase parir. Por suerte ese año cambiaron el hospital y el protocolo en maternidad, en parte gracias a las muchísimas quejas recibidas durante años, entre ellas la mía. Mi segundo parto fue íntimo, bueno, respetado y, aunque igual de doloroso, el trato tanto en el paritorio como en planta fue tan humano y excelente que salí encantada de allí. La experiencia también es un grado e iba dispuesta a hacerme respetar, pero no fue necesario. Fueron todos maravillosos y, desde el momento en que vio la luz, no separaron a mi hija de mí para nada. Me consultaban todo lo concerniente a mi bebé. Por suerte la enana nació perfecta y de manos de una sola matrona, casualmente la única que en el anterior parto me acompañó con cariño y respeto, la amiga de mi amigo. Solos ella, mi novio y yo recibimos a mi hija.

Increíble lo mucho que afecta psicológicamente el parto en los meses posteriores y no sólo a la madre. Mi hijo fue un bebé muy llorón, inquieto, estresado, con dolores en el cuello que no le dejaban dormir... Sus primeros meses fueron horribles. Le costó mucho recuperarse de su terrible experiencia, y a mí también. Mi hija es un bebé que nació con paz y así ha dormido y vivido los ocho meses que cuenta actualmente y yo, aunque ya no me animo a un tercero, repetiría sin duda mi segunda estancia en el hospital.

Parir es sólo el primer gran esfuerzo que hacen las madres por sus hijos. Las supermujeres, fuertes y valientes y las supermadres, capaces de soportar todo por sus hijos sin quejarse. Yo lo aguanté, porque no me quedó otra, pero me quejé, lo que me dejaron, no fui valiente ni fui una supermujer, lo siento. Aunque me consta que hay mujeres que pasaron por muchísimo más que yo (dos días de parto, cesáreas innecesarias, partos inducidos médicamente sin dejar que la naturaleza elija sus tiempos…) Pero creo que respeto, empatía y derecho a la intimidad nos merecemos todas. Me pregunto si estos practicantes de la violencia obstétrica alguna vez han tenido hijos. Lo que sé seguro es que todos tienen o han tenido madre, aunque parezcan no darse cuenta de que ellas también tuvieron que parirles.

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